Nuestra tradición protestante ha marcado un antes y un después en la historia de la humanidad. Esto es porque desde la Reforma del siglo XVI inspirada por Lutero, no sólo cambió la iglesia de la época o un país, sino todo el mundo conocido. La Reforma caló hondo en todos los lugares, dando inicio a una nueva era de la humanidad centrada en la autoconsciencia y el servicio en la vocación personal y comunitaria. No es difícil darse cuenta cómo los países de tradición protestantes son los más prósperos en el mundo. Nos referimos a Alemania, Suecia, Dinamarca, Suiza, Noruega, Canadá, EE.UU., Australia, Finlandia, etc. Esto se debe a la visión que tenemos sobre el trabajo, la educación, la consecuencia de fe y la consciencia personal ante Dios. De aquí llegamos a un escrito de gran profundidad que viene a dar más luz a la Libertad Cristiana desde la perspectiva de Lutero, con un texto llamado Las Buenas Obras, en donde el mismo Lutero desarrollará la idea de cómo vivir y obrar en la sociedad y en la iglesia. Presentamos a continuación un resumen crítico de este texto.

Martín Lutero : Las Buenas Obras (1520)

En consecuencia de la Libertad Cristiana, debemos escuchar el llamado de Dios para mejorar la Cristiandad que se muestra perdida y sin rumbo. Se ha perdido el sentido de la fe y el significado y valor de las obras. Hemos olvidado que es la fe la que produce las obras y no al revés.

Cada buena obra es la forma en que servimos a Dios según la fe que Él mismo nos dio en Jesucristo. Así, la fe es la primera obra que debemos tener en cuenta y sólo lo que salga de ella podrá ser llamado «buena obra». Un estudio de los Diez Mandamientos nos invitan a la debida relación con Dios y con los prójimos. El conocer los mandamientos de Dios nos impulsan a hacer el bien a nuestros semejantes, no porque necesitemos ganarnos la salvación sino sólo por amor y gratitud a Dios. Es nuestra respuesta a la gracia divina que inunda nuestros corazones y nos lleva a realizar su voluntad en el mundo.

Es necesario saber que no hay buenas obras sino las ordenadas por Dios, como tampoco hay pecados excepto los prohibidos por Él. Por ello, quien quiera conocer buenas obras y realizarlas, sólo necesita conocer los mandamientos de Dios. Tenemos que aprender a distinguir las buenas obras por los mandamientos divinos, y no por la apariencia, grandeza o cantidad de las obras en sí, ni tampoco por el arbitrio de los hombres y las leyes y costumbres humanas. La primera y suprema buena obra de todas es la fe en Cristo. Para Las obras realizadas fuera del contexto de la fe no pueden ser consideradas como buenas obras, ni siquiera como obras, sino sólo actuar humano “según la carne”. Con la fe, todas las obras se tornan iguales y no hay medidas para ellas. Porque las obras no son gratas por sí mismas, sino por la fe, que es lo único que actúa y vive indistintamente en todas y en cada una de las obras. Toda obra entonces que no nazca de la fe, resulta sólo del orgullo y egoísmo humano.

El primer mandamiento nos ordena a que pongamos toda nuestra confianza, seguridad y fe en Dios. Esa fe y fidelidad desde el corazón es el cumplimiento de este primer mandamiento, y es la primera obra que hay que hacer sin la cual no podemos concretar las que vienen según los otros mandamientos. Este mandamiento es el primero y el más importante, ya que de éste emanan los demás; así también su obra (la fe y confianza plenas en Dios) son la obra suprema. Como cristianos debemos aprender a dejarlo todo y poner toda nuestra confianza en Dios, más que en nosotros mismos y en las cosas terrenales: todo lo que hagamos debe ser en nombre de Dios y para agradarlo a Él. También debemos ayudar a los que están “flacos” en fe para que puedan sentir esa confianza en Dios y dedicar sus vidas al servicio del prójimo gracias al amor de Dios que sienten en sus corazones. Toda la fe y la confianza vienen de Jesucristo, por quien nos son dadas gratuitamente y tienen el efecto de reconciliarnos con Dios. Así, debemos inculcarnos a Cristo y observar cómo en Él Dios nos propone y ofrece su misericordia sin merecerlo. En esta visión de la gracia divina debe inspirarse la fe y la confianza del perdón de todos nuestros pecados. Luego con la alegría de saber que soy perdonado y amado por Dios, no me queda más nada que servirle con gusto a Él mediante mi prójimo.

La buena obra del segundo mandamiento, como todas las demás, no puede realizarse sin fe. Se nos pide que honremos su nombre, lo invoquemos, glorifiquemos, prediquemos y alabemos; es decir, agradecer a Dios por todo lo que nos ha dado, y con eso ya tenemos para toda una vida… Esta alabanza continua a Dios hace que no perdamos de vista nuestra conexión con Él y por ende, nuestra fe en su gracia. Así, debemos cuidarnos de todo honor y gloria humanos, evitarlos y escapar de ellos, ya que la única fama debe ser para Dios. Este mandamiento nos manda no sólo a glorificar a Dios, sino también a llevar a cabo lo que Él nos pide y no nuestra propia voluntad. Es Dios quien mediante la fe debe dirigir nuestras vidas y no nosotros mediante nuestro constante pecado e infidelidad, sólo así dejamos de estar ociosos y nos preocuparemos por nuestros hermanos y hermanas. En este mandamiento somos también invitados a invocar el nombre de Dios en todo momento, y en especial, en las desgracias, ya que es en esos momentos en los que Dios nos da la oportunidad de acudir a Él y sentir su misericordia y tenerle más fe.

En el primer mandamiento se ordena cómo ha de llevarse nuestro corazón frente a Dios en pensamientos; en el segundo, cómo se portará nuestra boca en palabras. Ahora, en el tercer mandamiento se ordena cómo hemos de conducirnos frente a Dios en obras. Se nos llama a santificar el día de reposo o más bien, el servicio de Dios: la misa o culto. Debemos asistir con el corazón al servicio divino para poder ser interpelados por Dios mediante la confesión y la predicación, y renovados mediante su banquete de gracia renovadora, la Santa Cena. La predicación no es otra cosa que el anuncio del amor de Dios y del Evangelio de Jesucristo. Esta predicación debe estimular a los pecadores para que sientan sus pecados y para encender en ellos el ansia de poseer el tesoro del perdón y la fe. De aquí que la oración toma un rol preponderante en este mandamiento, ya que por ella debemos pedir en cada momento a Dios por más fe, y debemos hacerlo sin dudar que Dios nos la dará a su debido momento. Así debemos fortalecernos día a día en la fe, a pesar de nuestra debilidad: «cuanto más defectos hallares en ti, tanto más frecuente y diligentemente deberías orar y clamar». El día de reposo no está dado para que nos “tomemos vacaciones” sino para dejar que Dios obre en nosotros durante todo el día, sin tener que preocuparnos por las cosas terrenales. Así, dejando que Dios obre en nosotros, nos hacemos fuertes en fe y podemos glorificarlo ayudando a nuestros prójimos. De aquí que el ayuno y las mortificaciones no tienen gran sentido para Lutero a menos que demuestren la fe en Dios en forma de glorificación dirigida hacia uno de sus hijos.

Del cuarto mandamiento aprendemos no hay mejor obra, luego de la de los tres primeros, que obedecer y servir a quienes nos han sido puestos como autoridades y superiores, siendo lo primero el honrar a nuestros padres. Claro está que nuestros padres son llamados a educarnos en la fe, lo cual hace alejarnos de lo que es para nuestro propio beneficio y nos ayuda a honrarlos. Los padres educan a los hijos hacia el servicio a Dios, enseñándonos a confiar y creer en Dios, poner nuestras esperanzas en Él, honrar su nombre, mortificarse en oración, atender el servicio y la palabra divinos y despreciar las cosas materiales, no temer la muerte y amar la vida en Él. Este mandamiento también nos llama a honrar nuestra “madre espiritual” que es la Iglesia, la cual debemos obedecer y cumplir sus mandatos siempre y cuando responda primero a los tres primeros mandamientos. Así también, debemos obedecer la autoridad secular (gobierno), ya que es su misión el proteger a sus súbditos. Además, el poder secular, al no tener influencia en la predicación ni en la fe, no es tan peligrosa al obrar mal, es ínfimo delante de Dios, quien lo estima tan poco que no hay necesidad de resistir ni de serle desobediente, obre bien o mal. Pero el poder eclesiástico, es muy valioso y cada cristiano no debería callar en ningún momento si éste se alejara un ápice de su oficio. Así, y sobre todas las cosas, lo más importante la necesidad de obedecer a Dios antes que a los hombres.

Estos cuatro mandamientos precedentes tienen su obra en la razón, es decir, prenden al ser humano, lo gobiernan y sujetan, para que no se gobierne a sí mismo, ni se crea bueno ni se tenga por algo, sino se considere humilde y se deje guiar por Dios alejándose de la soberbia. Los mandamientos que siguen tratan de los apetitos y concupiscencias del ser humano. Así, el quinto mandamiento trata del impulso de ira y de venganza, y de cómo controlarlo mediante la fe. Siguiendo a Jesús, debemos adorar a Dios haciendo y deseando lo mejor por nuestros enemigos. Sólo así, honraremos verdaderamente a Dios sin ir en desmedro de uno de sus hijos queridos. Cristo murió por todos y necesitamos esa mansedumbre para dejar que la fe obre en nosotros. Si la fe no duda del amor de Dios y de que tenemos un Dios misericordioso, le resulta fácil ser también compasiva y favorable a su prójimo, por grande que fuere su culpa, puesto que mucho más grave es nuestra culpa para con Dios.

El sexto mandamiento nos invita a la pureza o castidad, mientras que el séptimo nos llama a la generosidad, una obra que indica que cada cual debe estar dispuesto a ayudar y servir con sus bienes. No sólo lucha contra el hurto y robo, sino contra todo el menoscabo que uno pueda practicar en los bienes temporales con relación al otro, a saber, avaricia, usura, precios excesivos y engaño. En este mandamiento se advierte más claramente que todas las buenas obras han de andar en la fe y realizarse en ella. Ahí cada cual notará perfectamente que la causa de la avaricia es la desconfianza y la causa de la generosidad es la fe. Por la confianza en Dios el ser humano es generoso y no duda de que siempre le alcanzará. En cambio, es avaro y está preocupado, porque no confía en Dios. Como en este mandamiento la fe es nuestro artífice e impulsor de la buena obra de la generosidad, lo es también en todos los demás mandamientos: «sin la fe, la generosidad no vale nada, sino es más bien un desidioso derroche del dinero». Claro está que esta generosidad ha de extenderse hasta los enemigos y adversarios. Debemos beneficiar con generosidad también a los malhechores que no lo merecen y a los enemigos desagradecidos y «ser como el Padre en los cielos, que hace que salga el sol sobre buenos y malos y llueva sobre agradecidos y desagradecidos». Debemos poner delante de nosotros a nuestros enemigos, y hacerles bien. Así sabremos cuán cerca y cuán lejos estamos de este mandamiento y que durante toda la vida siempre tendremos que hacer con el ejercicio de esa obra. Si nuestro enemigo nos necesita y no lo ayudamos, si podemos hacerlo, es como si le hiciéremos mal, puesto que estábamos obligados a ayudarlo. A este mandamiento pertenecen las obras de misericordia que pedirá Cristo en el día del juicio.

El octavo mandamiento sólo comprende la obra de un pequeño órgano, la lengua, y se llama decir la verdad y contradecir la mentira cuando haga falta. Se prohíben muchas malas obras de la lengua; primero, las que se cometen hablando, y segundo, las que se efectúan callando. «¡Cuántos hay que por obsequios y dádivas se dejan inducir a callar y a apartarse de la verdad!» No debemos faltar a Dios sino confiar siempre en su verdad, sin ser falsos testigos contra el prójimo ni deseándole mal. Quien hace tales cosas es porque no tiene fe en Dios y no esperan nada bueno de Él: «donde existen esta confianza y esta fe, hay un corazón valeroso, gallardo e impertérrito que acude y ayuda a la verdad, aunque le cueste la vida o la capa, aunque se dirija contra el papa o los reyes».