La mejor forma de comprender nuestra visión de la Libertad del Cristiano es conociendo las mismas palabras de Lutero, por lo cual presentamos a continuación un resumen crítico de su escrito La Libertad Cristiana de 1520. Como veremos su pensamiento sigue vivo en nuestra espiritualidad cristiana más profunda, y sus palabras marcan un camino maravilloso para nuestras vidas de fe y en la comunidad cristiana. Es el camino del auto-reconocimiento de nuestra esencia pecadora y de tentación al mal, el darnos cuenta de cuánto necesitamos de Dios, recibir la fe como un don por la gracia de Dios y luego obrar desinteresadamente según esa fe buscando el bien, la felicidad y la paz de nuestros prójimos.

Martín Lutero : La Libertad Cristiana (1520)

A fin de que conozcamos a fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la libertad que para él adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite el apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:

El cristiano es libre y señor de todas las cosas y no está sujeto* a nadie.

El cristiano es servidor de todas las cosas y está sujeto a todos.

Ambas afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de San Pablo: “Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos” (1 Co 9:19). Asimismo: “No debáis a nadie nada, sino el amarse unos a otros” (Ro 13:8). El amor empero es servicial y se supedita a aquello en que está puesto; y a los gálatas donde se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley” (Gá 4:4).

La única forma existente en que podemos ser libres y cristianos es por el Evangelio, la Palabra de Dios predicada por Cristo. Una vez que poseamos la Palabra de Dios, nada más precisaremos; en ella encontraremos suficiente alimento, alegría, paz, luz, arte, justicia, verdad, sabiduría, libertad, y toda suerte de bienes en superabundancia. La Palabra no es otra cosa que la predicación de Cristo, según está contenida en el Evangelio. Dicha predicación hace que al oírla oigamos hablar a Dios con nosotros diciéndonos que para Él nuestra vida entera y la totalidad de nuestras obras nada valen y que nos perderemos con todo en cuanto hay en nosotros, si es que no tenemos fe. Oyendo esto, si creemos sinceramente en nuestra culpa, perderemos la confianza en nosotros mismos y reconoceremos que sin la Palabra de Dios no hay vida. Es por la fe que nos es dada mediante la Palabra que nuestros pecados son perdonados; será superada nuestra tentación; seremos justos a los ojos de Dios, veraces, llenos de paz, buenos; y todos los mandamientos serán cumplidos y seremos libres de todas las cosas.

La única práctica de los cristianos debe consistir en grabar en su ser la Palabra y a Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe. No existe otra obra para el hombre que aspire a ser cristiano. La fe, que encierra ya el cumplimiento de todos los mandamientos, justificará abundantemente a quienes la posean, de manera que nada más hará falta para ser justos y buenos. Los mandamientos han sido decretados únicamente para que nos convenzamos por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprendamos a reconocernos y a desconfiar de nosotros mismos, y de nuestra supuesta bondad. Aquí aprende el ser humano a no confiar en sí mismo y a buscar en Dios el auxilio necesario para poder limpiarse de codicia y cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado que por esfuerzo propio le es imposible. Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo: no somos capaces de cumplirlos sin la ayuda de Dios. Una vez que hayamos visto y reconocido nuestra propia insuficiencia, nos acometerá el temor y pensaremos en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya que es necesario cumplirla como consecuencia de nuestra fe. Así nos sentiremos verdaderamente humillados y aniquilados, sin hallar en nuestro interior nada con que llegar a ser buenos. Es entonces cuando llega la otra Palabra, la promesa y la afirmación divina que nos dice que: «¡Cree en Cristo! En él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, mas si no crees, nada tienes». En esto, entonces, consiste la libertad cristiana: en la fe única que no nos convierte en ociosos o malhechores, sino en personas que no necesitan obra alguna para obtener la justificación y salvación de Dios. Al apropiarse Cristo del pecado de los creyentes gracias a su fe, es como si Cristo mismo hubiera cometido el pecado. Así los pecados son absorbidos por Cristo y perecen en Él. De este modo nos limpiamos de todos nuestros pecados, en virtud de nuestra fe liberada y dotada con la justicia eterna de Jesucristo. Ya no hay condenación por los pecados una vez que éstos también son de Cristo, porque en Él han muerto.

Cristo, como Hijo de Dios, hace participar de este don a todos los cristianos, a fin de que por la fe todos sean sacerdotes con Cristo. La fe eleva al cristiano por encima de todas las cosas, de manera que se convierte en el soberano espiritual de las mismas, sin que ninguna pueda malograr su salvación. Antes al contrario, todo le queda supeditado y todo ha de servirle para su salvación. Esta es la hermosura del señorío y la libertad de los cristianos. Este honor lo recibe el cristiano sólo por la fe, pero no por las obras. La fe es la que da de todo en abundancia. Si fuéramos tan necios de pensar en ser justos, libres, salvos o cristianos en virtud de nuestras buenas obras, perderíamos la fe y con ella todo lo demás.

Ante la diferencia entre sacerdotes y laicos, señalamos que «todos los cristianos son sacerdotes». El “estado sacerdotal” sólo distingue a los consagrados a ser servidores, siervos y administradores, y cuya misión consiste en predicar a los demás a Cristo, sobre la fe y la libertad cristiana. Aunque todos seamos iguales sacerdotes, no todos podemos servir, administrar y predicar.

Aun cuando el cristiano esté ya interiormente justificado por la fe y en posesión de todo cuanto precisa, aunque su fe y suficiencia tendrán que seguir creciendo hasta la otra vida, sigue viviendo en el mundo y ha de gobernar su propio cuerpo y de convivir con sus semejantes. Aquí comienzan las obras. El cristiano va al unísono con Dios, se goza y se alegra por Cristo, que tanto ha hecho por él, y su mayor y único placer es, su vez, servir a Dios con un amor desinteresado y voluntario. Así, se harán obras con la sola intención de dominar el cuerpo y limpiarlo de sus malas inclinaciones deleitosas, poniendo toda la mira en desterrarlas. Precisamente por ser purificados por la fe y amantes de Dios, anhelamos que todo nuestro ser sea puro, y que todo, juntamente con ella, ame y alabe a Dios. Por consiguiente, el cristiano, a causa de sus propias inclinaciones al mal (inherentes a todo ser humano), no puede andar ocioso, antes al contrario, habrá de realizar muchas buenas obras para superarse y controlar sus propias tentaciones. Sin embargo, no son las obras el medio apropiado para aparecer como bueno y justo delante de Dios, sino que se llevarán a cabo con puro y libre amor, desinteresadamente, sólo para complacer a Dios, buscando y mirando única y exclusivamente lo que a Dios le agrada en tanto se desea cumplir su voluntad lo mejor posible. Las obras que ejecutamos no son necesarias para la justificación, sino que nos han sido ordenadas con objeto de evitar nuestra flojera, motivándonos hacia el cuidado de nuestros cuerpos y de nuestros prójimos exclusivamente para agradara Dios.

El cristiano consagrado por la fe, al realizar buenas obras, estas no lo hacen mejor cristiano o más consagrado, cosa que únicamente sucede con el incremento de la fe; antes bien, de no tratarse de un creyente y cristiano, nada valdrían sus obras, sino que serían pecados fatuos, punibles y condenables. «Las obras buenas y justas jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y justas» y «las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo ejecuta malas obras». Se desprende de esto que la persona habrá de ser ya buena y justa antes de realizar buenas obras o sea, que dichas obras emanan de la persona justa y buena. Las obras del ser humano serán buenas o malas según sean la fe o la incredulidad de quien las realice. Así como las obras no hacen creyente a una persona, tampoco lo justifican, es decir, no lo hacen justo ante Dios. Sin embargo, la fe, que hace justo al creyente, así también realizará buenas obras. Con esto recordamos que “es el pecador quien hace el pecado” rechazando la idea que “el pecado hace al pecador”. Debemos comprender que todos somos pecadores en esencia, es parte de nuestro ser el tender al mal y sentir constantes tentaciones hacia el egoísmo y la autocomplacencia. En el reconocimiento de esta realidad está la clave para la recepción de la fe, en cuanto la necesitaremos para poder ser mejores personas, mejores cristianos. Así, comprendemos que el cristiano está desligado de todos los mandamientos, y es en uso de su libertad cristiana que realiza voluntaria y desinteresadamente todo su servicio al prójimo y al mundo, sin buscar nunca su propio provecho ni su propia salvación, porque por su fe y la gracia divina ya está completo y es también salvo; busca únicamente complacer y agradar a Dios. Con esto la felicidad y la paz ya estarán completas desde la fe.

El cristiano vive no sólo en su cuerpo y para él mismo, sino también con y para las demás personas. Esta es la razón por la cual no podemos prescindir de las obras en el trato con nuestros prójimos; aunque dichas obras en nada contribuyen a nuestra justificación y salvación. La vida cristiana consiste en realizar buenas obras con intención libre y las miras puestas sólo en servir y ser útil a los demás, sin pensar en otra cosa que en las necesidades de aquellos a quienes servimos. Este modo de obrar para con los demás es la verdadera vida del cristiano, y la fe actuará con amor y gozo; una vida en la que todas las obras atienden al bien del prójimo, ya que cada cual posee con su fe todo cuanto para sí mismo precisa y aún le sobran obras y vida suficientes para servir al prójimo con amor desinteresado.

Si bien el cristiano es libre, debe hacerse con gusto servidor, a fin de ayudar a su prójimo, tratándolo y obrando con él como Dios ha hecho con cada uno de nosotros por medio de Jesucristo. El verdadero cristiano lo hará todo sin esperar recompensa, sino únicamente por cumplir con la Voluntad de Dios; ahí está su alegría y su paz interior. Así como el prójimo padece necesidad y ha de necesitar aquello que a nosotros nos sobra, así padecíamos nosotros mismos también gran necesidad ante Dios quien nos regaló su gracia, su perdón y su salvación por medio de la fe en nuestros corazones. Por consiguiente, si Dios nos ha socorrido gratuitamente por Cristo, tenemos la misión de auxiliar nosotros también al prójimo con todas las obras y servicio que hagamos. No podemos más que alabar y dar gracias a Dios por este infinito amor y bondad para con toda su Creación, pero al mismo tiempo debemos estar siempre prevenidos de no proponernos alcanzar la justicia y la salvación con dichas obras, porque justicia y salvación sólo son posibles por la fe en Cristo. Toda obra que no persiga el fin de servir a los demás y sufrir su voluntad siempre que no se obligue a ir contra la voluntad de Dios no será una buena obra cristiana. Si deseamos ser buenos ministros y sacerdotes de la Iglesia, no pensemos en nuestro propio provecho, sino que obremos desinteresadamente, para que los demás lo disfruten y se beneficien con ello, y así sean encontrados y auxiliados por Dios, al igual que nosotros. Si hacemos esto entonces somos verdaderos cristianos. Así pondremos nuestra fe y justicia en servicio y favor del prójimo delante de Dios, a fin de cubrir así sus pecados y tomarlos sobre nosotros como si fueran nuestros, como Cristo lo ha hecho con nosotros mismos. «He aquí, esto es amor cuando el amor es verdadero. Y el amor es verdadero cuando la fe también es verdadera. Por eso el apóstol Pablo indica como propiedad del amor, que no busque lo suyo, sino el bien del prójimo».

«He aquí la libertad verdadera, espiritual y cristiana que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley; la libertad que supera a toda otra como los cielos superan la tierra. ¡Quiera Dios hacernos comprender esa libertad y que la conservemos!».
* También se puede traducir como “sometido” o “supeditado”